sábado, 3 de septiembre de 2016

Señora que despierta en Milano

Día 3 y sábado de un septiembre cualesquiera.
Sigo narrando. Ya sé, ya, que soy algo floja, y entre la narración del primer día y la del segundo ha transcurrido un mes, pero así son las cosas. Me pilláis en pleno periodo vacacional y es lo que hay.
¿Por dónde iba? Ah sí, Milano.
Amaneció un miércoles tan soleado como el día anterior. O más.
Habíamos dormido cual marmotas y empezamos por bajar al abrevadero.
El hotel Ibis es un espacio grande y bullicioso, con sonrientes camareros y mucho turismo. Tal que la ONU. 
El desayuno bufet, estupendo, y ya con el buche lleno nos adentramos en la ciudad.
El sol italiano, que se asemeja al español, nos empuja a buscar sombra, así que nos metimos en esta linda galería, de un tal Vittorio Emanuele II, que nos viene de perlas.
Muy coquetona, con sus bóvedas de vidrio y sus tiendecillas de pijas. 
No llevábamos mucho suelto, que si no, arrasamos...







Saliendo de la galería del señor Vittorio, está la catedral, il Duomo, como le dicen por aquí. Impresionante y muy bonica.
Los chavales aprovechan para hacerse unos selfis por aquello de dar de comer a las redes sociales, que son muy tragonas. 
Que si una portada, que si un ventanuco, en fin... 
Il Duomo es enorme, una de las catedrales más grandes del mundo.
Tardaron nada menos que cinco siglos en construirla, pero les quedó tan linda que mereció la pena la espera.

Pasemos a otra majestuosidad: la Estación Central.
Aquí no andan con pequeñeces. 
Por lo visto Mussolini, que era un señor muy fascista, quería que el resto del mundo se enterara de que su régimen era muy poderoso. Y emulando a los egipcios dijo, por estación no va a ser... y hela ahí, que parece Gottam, pero con mucho más ambiente.


Ahora pasamos por un edificio que es de un señor que hace bolsos y se llama Michael Kors. 
No sé si es la casa donde vive el señor o el taller donde hace los monederos, pero la placa de tocar el timbre es de proporciones poco humildes, como pasa por estos lares.
La niña, que previamente se ha comprado uno de sus sacos, con rabillo de conejo rosa incluído, se inmortaliza delante de la placa.

Al grito de "Unamos nuestros poderes" hacemos un círculo con esas maravillas italianas llamadas gelatos, que no sé cómo, pero no hay nadie que los iguale. 
Ríete tú de la heladería italiana de la esquina de tu casa. Esta frambuesa, o la manzana verde, o el plátano son para quitarse la boina.

Seguimos ruta.
Esta linda fortaleza es el castillo Sforzesco, de los Sforza de toda la vida.
No es un castillo al uso, como los de Exin Castillos, pero tiene su aquel.
El pobre, ha sobrevivido a duras penas a las embestidas de más de un jerifalte, como Napoleón, o Hitler, pero ahí está, como la Puerta de Alcalá. 
Con su fuentecica y todo.

Lo que hay es mucho vendedor de pulseritas, de una pesadez de Guinnes...




El sol aprieta. Nos metemos por los jardines del castillo, bajo los árboles.
Hay sed, y hambre. Mi cara lo dice todo... 

Por fin, un local con aire acondicionado y cerveza fría. 

 Nos traen el maná. Un risoto a los 27 quesos tirando por lo bajo, una delicia.

 Una vez comidos y bebidos se impone un descansito. 
Son las 3, o las 4, no me acuerdo y con un sol de justicia no podemos hacer otra cosa que dirigirnos a las profundidades de la tierra. Hora de sestear.









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